ENCENDER LAS LUCES

 


Vivimos en el S XXI, en un momento en el que los avances técnicos son una constante. Una sociedad de consumo en busca del último artilugio que no nos hace fata, pero que nos sale a cada instante en el teléfono. Tiempo de pantallas e inputs que nos mantienen con la cabeza gacha buscando, ojeando. Sonrientes por un nuevo like en una foto o tensos por la ausencia de ellos. Todo va a una velocidad tal que impide la pausa. Ese tiempo imprescindible en el que poder encontrarnos con nosotros mismos. Nunca como ahora la gente ha vivido tanto la vida de los demás dejando de lado la propia. Se ha dejado de lado la reflexión sobre las cosas que nos ocurren en beneficio del pensamiento de la masa. Un pensamiento, sin duda, dirigido que nos aleja de nuestra realidad. Una buena parte de la sociedad decide vivir con las luces apagadas. Mirando hacia fuera, a los demás. O viéndose a sí mismos a través de la mirada de los demás, de sus likes.


Uno debería hacerse una pregunta, tan elemental como profunda: ¿Qué es más real, lo medible (a través de herramientas técnicas o del recuento de likes) o la realidad subjetiva de nuestra propia experiencia vital. Porque muchos son los que viven, en sus cabezas, una realidad paralela a su existencia. Y la vida, la vida real, es aquella que experimentamos. La que uno huele y mastica. Esa misma que es diferente entre una pareja ante un mismo hecho. Lo que nos hace únicos. Con la capacidad de sorprendernos de lo que puede ver el otro y que nosotros no percibimos.


En una sociedad que vive a la carrera, sin tiempo para otra cosa que pasar a la pantalla siguiente de su día, vendría bien sentarse un rato en la silla de parar las prisas. Y dejar respirar. Permitir que nuestra mente se sorprenda, quizás maraville ante lo que está ante nuestros ojos y que no nos permitimos observar. Cuando me he sentado en lo alto de una loma a observar la grandiosidad de un paisaje o en el banco de un museo al ver una obra, estoy seguro de haberme aproximado alguna vez a la felicidad; El Síndrome de Stendhal nos acerca, de manera psicosomática hasta ese estadío que está lejos del alcance de una pantalla.


En un tiempo en el que todo se mueve entre el determinismo más duro y un maniqueísmo que lo condiciona todo, abogo por el libre albedrío. Por ese ejercicio mágico que consiste en hacer aquello que nos apetece, salirnos del redil por el que nos llevan las redes sociales, las políticas de pensamiento único, etc. Este reduccionismo de estar conmigo o contra mí nos mantiene con las luces apagadas, para que no podamos ver toda la basura ideológica que se acumula alrededor de los totems de las redes o la política.


Si uno dedica tiempo a observar a muchas de las personas que van y vienen alrededor de uno, caerá pronto en la cuenta de que muchas son personas sin relieve (que diría Monterroso), gente anodina que no aspira a otra cosa que amanecer día tras día perteneciendo al rebaño. Una vida basada en la falsa seguridad que da el no correr el riesgo de salirse del carril marcado. Viven sí, pero… en penumbra.


Hay que encender las luces, abrir las ventanas para ventilar y animarse a mostrar a los demás las aristas que nos definen y que nos convierten en interesantes, distintos, variados. Tenemos que aprender a aburrirnos porque del aburrimiento nacen las preguntas filosóficas más importantes; muchas lugares comunes para todos desde tiempos inmemoriales: ¿Qué?¿Cómo?¿Por qué?…

Y para aquellos que creen a pies juntillas que filosofar no sirve de nada me atrevería a lanzarles una pregunta: ¿Qué preferiría, un descubrimiento científico que cambie nuestras vidas o una idea filosófica que cambie nuestra manera de entender la vida?. No tienen por qué ir por direcciones contrarias, pues una cosa no quita la otra pero...si uno es consciente plenamente cómo es su vida estoy seguro de que encontrará más herramientas en su interior para afrontarla.


Encendamos las luces….y vivamos.

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