La aventura de mirarte


 

Recuerdo perfectamente el día en el que te vi por primera vez. Fue casi de soslayo. En aquel instante tenía que atender a otras responsabilidades. Pero… se prendió una tenue luz.

La vida siempre te sorprende si prestas la suficiente atención a lo que te rodea. Si alejas el foco de lo mundano y dejas que los intangibles hagan su labor.

Al cabo de un tiempo te volví a ver, en una zona tranquila, como si nada fuese contigo. Momentos de esos en los que no pasa nada pero sucede todo. Y decidí mirarte.

No manejo el arte del abanico para comunicarme, tampoco vivimos en el S XVIII. Así que decidí que, si coincidíamos, mirarte con calma. Serenamente. Como cuando uno se sienta en una roca en la montaña y se llena con la vista.

Todos tenemos la capacidad de ver, que se va perdiendo más o menos con al paso de los años. Sin embargo mirar requiere de algo más. Es algo consciente y deliberado. Se puede perder la vista, pero nunca la mirada.

Y qué he visto cuando me lancé a la aventura de mirarte. Luz. Eso he visto. El reflejo de tu sonrisa, el rubor de tus pómulos con el esfuerzo o la luz del sol. La armonía  que existe entre lo que haces y el cómo.

Y ahí seguimos, mirando.

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