LA DESPENSA

 


Apenas había cumplido la treintena cuando comencé a interesarme, de manera efectiva, por el funcionamiento de mi cabeza, de mi cerebro. Siempre había tenido inquietudes sobre ese particular, pero habían quedado aparcadas en un sótano profundo mientras mi vida transcurría entre obligaciones varias y no poca desazón. Tiempos de cambio que me ayudaron a abrir la puerta de mi despensa.


En esa despensa he ido acumulando recuerdos, unos más lúcidos que otros; vivencias, en primera persona pero también como mero espectador. Si el cerebro tiene un funcionamiento singular, y todavía en un proceloso proceso de estudio, acercarse de cuando en cuando al propio resulta una experiencia interesante.


Al abrir las puertas suelen aparecer los mismos lugares comunes a los que mi memoria acude frecuentemente. Suelen ser asideros que necesita para mantenerse en equilibrio cuando algo altera su normal funcionamiento. Pero, de cuando en cuando, me gusta mirar al fondo, en las partes menos visibles.


Afloran entonces imágenes, sonidos, sensaciones...que llevaban tiempo sin mostrarse. Todos ellos capaces de cambiar la percepción de lo que, apenas un segundo antes, era un lugar conocido. Tal vez por esa razón se mantienen ocultos.


En ocasiones, tras ese afloramiento, se produce una catarsis en el modo en cómo recordamos; y no siempre esta nueva visión de los hechos resulta agradable. Sucede, sobre todo, con los extremos. Aquellos recuerdos que nos llevaros al éxtasis o al más profundo pozo.


Si encontramos la ventana adecuada para ventilar, podemos visualizar nuestra despensa con otros ojos. Puede ser que aquel momento que recordamos lleno de felicidad no lo sea tanto. O que los instantes de agonía tengan, en realidad, menos dramatismo del que permaneció aferrado tantos años a nosotros.


Un buen ejercicio para descubrir esto de lo que hablo, lo he encontrado cuando me he puesto a revisar alguna foto antigua. Siempre he sido consciente de que una fotografía dice mucho más de la persona o personas que salen en ella, de lo que éstas piensan. En la composición ocurre todo y nada. Pero los matices son los que determinan, al cabo del tiempo, nuestra percepción particular.


Así podemos ver que nuestra mirada puede estar perdida, o llena de alegría. Que ese día que recordábamos con tristeza ocultaba, en realidad, un instante de risa contenida que todo lo cambia. Podemos mirar la foto de alguien que hemos perdido y sentir como nuestros ojos se inundan de lágrimas por su ausencia y, a la vez, podemos observar la misma instantánea recordando el instante divertido en el que esta fue hecha. Y eso cambia, en ese instante, el modo en cómo recordamos.


Mi despensa está llena de momentos grises, negros, con ese olor rancio que deja el dolor; pero siempre he tratado de mostrarme hacia fuera como si al abrir la puerta la luz lo inundase todo. Supongo que ha sido el modo de picar espuelas y salir corriendo. Pero siempre vuelvo, siempre regreso para ventilar. Perdido en mis montañas suelo dedicar un tiempo a la introspección, a buscar en los vericuetos de mi memoria los pesos que un día me arrastraron. No para soltarme de ellos, sino para tratar de verlos con otros ojos. Mis pesos, mis heridas, mis aciertos y las alegrías, no han sido una constante. Supongo que, como la mayoría, he tenido momentos de parque de atracciones en los que la montaña rusa era una constante; y otros en los que la calma y la luz modulaba toda la estancia. Cuando observo aquello en la soledad de la introspección, a menudo, encuentro sutiles matices que lo cambian todo. Y no es que ese peso vaya a desaparecer (no es tan sencillo), pero el negro se torna gris.


Dicen que no se puede juzgar el pasado con los ojos del presente, y es cierto. Porque no somos los que fuimos. Sin embargo cuando el pasado nos acompaña, o se nos aparece con cierta regularidad, es bueno mirar de frente a lo que nos aprieta y verlo con los ojos de lo que somos. Pues el pasado no lo podemos modificar, pero si el cómo nos puede afectar al futuro.


La despensa de los recuerdos….

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