ENCRUCIJADA
La soledad es un buen lugar para
encontrarse, para descubrirse a uno mismo, pero es un lugar pésimo en el que
quedarse. Uno puede sentirse afligido por el peso de su propia mochila, notar
como la respiración se vuelve difícil. Se ven fantasmas tras cada pared y el
espejo refleja una imagen difusa de lo que un día fuimos.
En ocasiones el encuentro con la
soledad se da rodeado de otras personas. Incluso uno puede pensar que habita
universos paralelos en los que puede tomar un café con sus iguales y, a la vez,
sumergirse en los claroscuros de la propia mente. Una suerte de irónica sonrisa
del payaso que te mira sin provocarte risa, sólo desasosiego.
Es posible que el amor, lugar común al
que todos recurrimos como fuente de toda curación, ayude a ver el mundo de un
color diferente. Y, de hecho, ese efecto se produce. Ocurre que se trata de una
visión efímera de la realidad que cada uno vivimos. El estrés, a menudo enemigo
invisible de todo bien, termina por hacer mella en todo.
He aprendido a buscar refugio en el
humor absurdo; ese para el que no se necesita un buen chiste y sí una cabeza
dispuesta y una mirada amplia. Reírse en
soledad se me antoja una terapia brutal. Un golpe en la mandíbula de la
soledad, de la angustia, de la opresión autogenerada.
Uno puede vivir su vida a la carrera,
detrás de que soñó vivir; anhelando la que querría haber vivido. O se puede
vivir con paso cadencioso, pero sin parar. Disfrutando de los pequeños momentos
y siempre hacia delante. No se trata de una fórmula mágica, sino de sobrevivir.
Porque siempre habrá socavones en los que hundirse; zarzas en las que dejarnos
girones de vida…pero uno debe de continuar.
Luego está el escrutinio de los demás,
el tribunal del “cómo se deben de hacer las cosas”. Ese estrado al que nos sube
una educación basada en una falsa moral; esa que nos dice que está bien y qué
no. Un corsé impuesto que ahoga a unos cuantos, envara a muchos y permite
subyugar la libertad de pensamiento de la mayoría.
No se puede vivir en una continua
prosa. Tampoco en una poética existencia sin fin. La muerte no es la mayor
pérdida en la vida. La mayor pérdida es lo que se muere dentro de nosotros
mientras vivimos. Por lo que si un consejo tengo para dar, sería el siguiente:
Hay que sentir para vivir, aunque sea dolor. En el momento que aparcas los
sentimientos dejas de vivir, tan sólo existes. Y la existencia en sí misma no
es mucho más que la nada.
Ahora, en esta profunda encrucijada en
la que encuentro, tengo toda la intención de seguir sintiendo. De dejarme
llevar, reír, llorar…. Vivir.
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