Inefable


 


Un día, recorriendo los maravillosos senderos de la Selva de Irati, descubrí que las emociones del alma se ven desbordadas cuando la belleza natural cercena, de un plumazo, cualquier atisbo de malestar mental del tipo que sea. Caminar por el majestuoso hayedo navarro resulta inefable.


Siempre me he sentido atraído por los colores que nos brinda gratuitamente la naturaleza. Somos espectadores privilegiados de un espectáculo incomparable y que, a menudo, desdeñamos sin prestar la atención que se merece. Almorzando en la cima del Moncayo, con el cierzo fustigando mis orejas, descubrí que la soledad, cuando se busca, es una gran compañera.


Me gusta transitar por trochas de cabras cruzándome con personas de diferentes lugares; gentes que, como yo, recorren las piel de este precioso país. Un alto en el camino para intercambiar opiniones sobre el mejor atajo, la mejor vista o el mero hecho de compartir un tramo del camino.


Si uno pasea por Somo sintiendo la humedad del Cantábrico y se detiene en el verde junto a la arena, podrá observar a los valientes que se lanzan en busca de las olas. Supongo que, también ellos, pierden su mirada en lo profundo. Mientras, el sonido hipnótico de las olas sumado al ulular del viento, puede trasladarte a otros tiempos, a otros mundos.


Existe una España que vive de espaldas a la inmediatez del aquí y el ahora. Lugares en los que el mundo se mueve a una velocidad distinta y en la que, si uno tiene la paciencia debida y los ojos bien abiertos, podrá sentir aquello por lo que Stendhal se hizo famoso. Recorrer los pueblos rojos y negros de la Alcarria; adentrarse en el Maestrazgo o en las tierras altas de Soria. Sentir el olor de la lavanda en Brihuega, observar el espectáculo de los cerezos en flor en el Valle del Jerte… Inefable.


Lugares tan distantes y diferentes como Gata y Finisterre son capaces de provocar las mismas emociones, se trata de mirar por el mismo prisma. Esta tierra meiga que me vio nacer está henchida de monumentos naturales en los que emocionarse. Me ocurre siempre en la Garita de Herbeira. Desde donde, en los días claros, el sol se esconde como en ningún otro lugar.


He tenido la fortuna de ver las estrellas desde lugares tan dispares como: A Veiga, Plataforma de Gredos, Monteperdido, Veleta, Sao Vicente, Peña de Francia, etc...y en todos ellos he tenido la misma sensación, sentirme muy pequeño y afortunado de estar allí. Hay privilegios que cuestan poco y que, tal vez por ello, muchos tienden a valorarlo poco. A los que no entienden por qué me pierdo por lugares así, les invito a hacerlo.


La naturaleza en soledad no es mejor que en pareja o con amigos. Pero hay algo que sólo he sentido yendo en solitario: la gratitud por ser capaz de ser y estar, de poder ver y disfrutar de lo inefable.

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