LASCIVIA


 

Me gusta mirar el precioso lugar en el que termina tu espalda y comienza la deliciosa cuesta que lleva a la clave de bóveda que articula tu culo. Ese lugar en el que uno pierde la cabeza si es que alguna vez la tuve en tu presencia.

Allí, en ese maravilloso valle, me gusta contemplar como tu cuerpo se tensa al paso de la yema de mis dedos. Cómo cambia, levemente, tu respiración; como cambia todo en mí sin que haga nada.

Me gusta recorrer tu espalda con los dedos, describiendo diferentes rutas capaces de provocar casi la risa o una agradable sensación de placer, como el tráiler de esa película en la que ambos queremos ser protagonistas.

Cuando mis labios bordean tus hombros en la senda del cuello apenas parece pasar nada y todo cambia. Tu cuerpo sube de temperatura, el mío comienza a tener vida propia, el deseo empieza a emerger, si es que en algún momento dejó de estar presente.

Te giras y buscas mis labios, mi boca, mi lengua….cualquiera que nos viese bien podría creer que tratamos de quedarnos con la del otro. Un juego en el que recorremos todas las esquinas buscando y encontrando. Huyendo sin huir.

Las manos se buscan desesperadas, se agarran a las otras y a todo lo que acompaña y está. Recorremos nuestros cuerpos buscando hallar en el otro las teclas de encendido precisas; como si fuese necesario a estas alturas.

Disfruto mirándote delante de mí, en ese breve tiempo que transcurre entre unos labios y los otros. Es tiempo de recorrerlos también a ellos; sin prisa, si pausa…como si de una conversación se tratase. Buscando hasta encontrar.

Y así, agitada y con el corazón acelerado, siento tu cuerpo abordar el mío. Como el jinete que sube desesperado a su corcel para poder someterlo a sus caprichos, a sus deseos. No hay amazona mejor para cabalgar a la grupa y sin silla que tú. Cada vez más a galope tendido, cada vez más enajenada.

Extenuada, te dejas caer al lado, buscando encontrar una bocanada de aire que llene tus pulmones. Es en ese preciso y precioso momento en el que la lascivia que provocas en mí me invita a seguir descubriendo los modos y maneras de que vuelvas a recorrer el camino andado hasta desfallecer.

Sólo después, cansado y abandonado al inevitable sueño de los vencidos, tiendo a despertarme. A alargar la mano y no tocarte. A girarme hacia ti y no verte. Tal vez porque todavía ni siquiera has estado. Y sigo soñándote.

 

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